martes, diciembre 20

En el punto de mira.



¿Por qué sin darnos cuenta con la cabeza gacha nos mostramos culpables, tristes, acabados…? No solo ocurre en humanos, el resto de animales igualmente hacen tal gesto. ¿Será porque no somos capaces de aguantar una mirada de decepción ajena, unas malas noticias?

¿Y por qué será que por el contrario, al alzarla demasiado, no aparentamos real alegría sino que, alcanzamos un nivel de seguridad confundido con la superioridad tan elevado que la soberbia nos envuelve?

Si miramos por encima del hombro, no veríamos más que un simple hombro ¿qué hay de su portador?

Verdaderamente, con la mirada hacia el cielo es cuando más tropezamos.
Sin embargo, con la vista en el suelo tampoco vemos qué se nos viene encima, ni tampoco delante.

¿Y si dejáramos la mirada a una altura intermedia…? Ni muy agachada. Ni muy levantada. Sencillamente la vista al frente y sin más preocupaciones.
De ese modo podemos ver lo que podría ‘caer’ sobre nosotros y también con lo que nos podríamos tropezar.

Sin parecer nostálgico, sin parecer arrogante.... ¿Qué tal feliz?

Hay que mantener la mirada fija hacia nuestros objetivos, esquivando obstáculos y silenciando el ruido. Incluso ignorando el paisaje que nos distrae, para ver más allá de lo que frente a nosotros se esboza en pinceladas, el camino.

Por supuesto la vista orientada al frente. Implacable y atenta. ¿Hacia detrás? Jamás. Ya una vez pudimos contemplar ese camino que ahora queda a espaldas de la razón.
 Solo nos queda caminar, avanzar, sin parar y sin mirar atrás.

En ocasiones se nubla mi vista y mi objetivo se pierde por los edificios, cuando sé que en lo que hay que reparar está justo a mis doce. Y lo que está ante mis ojos, nunca es permanente porque mis pasos son constantes.

Quizá tú lo viste… Eso que en ocasiones me abstrajo seguramente a ti también.

Ya sea andando, corriendo, volando… No obstante, sin parar. Deja  que el destino nos indique el camino, pero decidamos nosotros la manera de mirar.