Resulta que me duele el estómago por un insulto que me
tragué. Tengo impulsos que me inducen a vomitarlo… Pero no sé qué pensarían
ellos, los de los ojos acusadores.
Imagino que por pensar eso estoy acomplejada y lo disimulo de perlas, ya que
nunca dejo que mis palabras se anuden en mi garganta como tantos me advierten... Ellas salen solas, duelan
como puñaladas o acaricien en un susurro suave los oídos. Exacto, la sutileza no goza entre mis virtudes aunque ¿sabéis? Yo no la consideraría del todo una virtud, será que no me gusta. Sirve para suavizar situaciones, en cambio esas situaciones van a doler igual ¿No...?
Cuánto me queda por aprender.
Sin duda las palabras son mi perdición. A ellas me encadeno y libres
vuelan, irremediables y sin miedo a ser criticadas. (No temo al fuego y nunca recuerdo las cenizas de después.)
En cambio admito que tanto público me abruma, me hace balbucear y las palabras se
deforman en mis labios…
Me paro a pensar: "¿Las estoy dejando realmente volar o las tengo agarradas por un hilo invisible como si fueran cometas?"
Me paro a pensar: "¿Las estoy dejando realmente volar o las tengo agarradas por un hilo invisible como si fueran cometas?"
Todos me miran atentos, expectantes a lo que pueda llegar a decir y de los nervios es como si mis palabras explotaran,
desordenadas y sin sentido. Y he ahí cuando ese pequeño complejo se hace un mundo sobre mis espaldas.
"¿Otra vez te has perdido?
Respira. Concéntrate…
Suelta las cadenas y libera tus pensamientos.
Sus miradas no valen nada, sus palabras harán brillar a las
tuyas.
No olvides lo que hay en ti, aférrate a ello y concédete el
deseo de desprenderte de los comentarios de aquellos que juzgan. Tú conoces tu
verdadera esencia ¿qué más dará cómo la vea el resto?
Deja a la cometa volar..."
Y así comienza de nuevo el ciclo del no callar.