Sus sollozos se los llevaba el viento y sus suspiros la brisa del mar.
Con sus ojos azules pero enrojecidos por los lloros observaba ese inmenso océano.
Pasaban los días y ella permanecía sentada en aquella duna viendo cómo se marchaba el sol, cada vez con más nostalgia.
Poco a poco iba perdiendo las fuerzas y las ganas por vivir, y le costaba más sonreírle a ese mundo que antes le parecía tan bello.
Maldecía cada noche a las estrellas por ser testigos de tan fatídica actuación. Entre las estrellas, la luna, que pasaba a ser un foco en lo más alto.
Todo se trataba de una farsa. La realidad nunca pudo ser tan cruda.
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